jueves, 9 de abril de 2015

ENSAYO PRÓLOGO DEL “TRACTATUS LOGICO-PHILOSOPHICUS”

Leo el prólogo del Tractatus, fascinante y sugestivo, como quien se acerca con respeto a una caja de Pandora que no necesariamente contiene funestos peligros, pero sí muchos interrogantes. Y me pregunto: ¿sabía Wittgenstein la trascendencia y el alcance que iba a tener su libro?
El reto se plantea al lector en la primera frase, y seguidamente viene a decir “quien pueda entender que entienda”. A continuación, en el pozo de los errores filosóficos se alza el Lenguaje orgulloso como árbitro que limita la expresión del pensamiento. Ya son muchos siglos los que lleva éste a la deriva sin que nadie le ponga límite.
Una referencia agradecida a Frege y Russell, que dan un toque científico a su presentación, junto con una declaración de humildad al estilo socrático, llevan al autor a terminar el prólogo manifestando su absoluta convicción “de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas”.
Todo parece indicar en el autor la consciencia personal de encontrarse frente a una obra que tendría sin duda una gran trascendencia no sólo en el pensamiento, sino también en el arte y la literatura contemporáneos.
Para empezar, una convicción como la que se refleja en el Tractatus tiene que asentarse en un contexto: La Viena de principios de siglo, en la que pronto se desmoronaría el antiguo Imperio Austro-Húngaro, era un auténtico foco de regeneración cultural donde un elenco de intelectuales y artistas modernistas compartían sus más profundas inquietudes. Llama profundamente la atención que tantas manifestaciones científicas, artísticas y filosóficas hayan ocurrido en un mismo tiempo y en un mismo lugar.  « ¿Fue solamente una coincidencia que los orígenes de la música dodecafónica, de la arquitectura “moderna, del positivismo legal y lógico, de la pintura no figurativa y del psicoanálisis (…) tuviesen lugar simultáneamente y estuviesen concentrados, en tan gran medida en Viena?» [1]


El Árbol vida. Gustav Klimt
Moritz Schlick, Gustav Klimt, Arnold Schoenberg, y una larga lista de genios artistas e intelectuales testifican que Wittgenstein fue una figura clave, pero no estaba solo. De igual manera que en la filosofía, hubo también en el arte occidental un paso a una nueva concepción de la función y de las limitaciones del lenguaje. Y aunque parezca una contradicción, es paradójico que siendo un autor al que no le interesaban especialmente ni la poesía, literatura o la música de sus contemporáneos, «Wittgenstein haya sido entre todos los filósofos de nuestro siglo, uno de los que han dejado mayor huella en el arte y la literatura contemporáneos.»[2].
Pensando en las muchas influencias entre el pensamiento de Wittgenstein y este grupo de intelectuales que se podrían encontrar en internet, sólo hallé unas pocas opiniones más o menos a favor de esta relación entre los postulados de los nuevos métodos lógicos del Tractatus y su influencia en las artes. Y un único libro que somete a examen la relación de la música de Schoenberg con las teorías de Wittgenstein y el Círculo de Viena. [3]
Las viejas reglas que sustentaban tanto el arte figurativo en la pintura, o la expresividad y las posibilidades armónicas de la tonalidad en la música parecían no dar más de sí. Se necesitaba por ello un nuevo lenguaje que sostuviera estas nuevas posturas que rompen radicalmente con la tradición. Pero me fijaba sólo en un ejemplo: el Círculo de Viena, que propugnaba una visión científica del mundo y que tomó el Tractatus de Wittgenstein como elemento clave del positivismo lógico, y su relación con la Segunda Escuela de Viena, en la que Arnold Schoenberg inauguró un nuevo sistema de composición musical según una lógica constructiva que rompía radicalmente los pilares de la tradición de la música occidental.


   Variaciones op 31 para orquesta, de Arnold Schoenberg. Una obra que presenta la nueva escritura formal del dodecafonismo 
Wittgenstein buscó una lógica subyacente tanto al lenguaje como a la realidad; una lógica que ponga límite al caos de la expresión de los pensamientos. Y Schoenberg limitaba las reglas de la composición a la serie de los 12 sonidos cromáticos de la escala dispuestos según un orden determinado, y trabajado según varias versiones diferentes: el dodecafonismo. Si después del Tractatus la trayectoria de la Filosofía no podía ser la misma, después de la inauguración de la técnica dodecafónica de Schoenberg, la trayectoria de la Música tampoco fue la misma.
Si “el límite sólo podrá ser trazado en el lenguaje, y lo que reside más allá del límite será simplemente absurdo”, ahora es esencial la mediación del lenguaje entre el sujeto y el mundo. Esto se ve en ambos autores. El problema es que un lenguaje construido desde la lógica podrá ser perfectamente inteligible y racional, pero no siempre lleva, a mi entender a una comprensión integral de la expresión personal, que no es siempre analizable, estructural o lógica.
De hecho, las diversas formas de esta música, llevadas a sus últimas consecuencias con el serialismo integral, fueron de un resultado sonoro a veces tan duro y extravagante que aún hoy día sigue alejado del público y de la belleza, aunque como técnica compositiva sea interesante. Y en Wittgenstein, si bien ha tenido muy diferentes interpretaciones en el ámbito filosófico, dudo si se ha llegado a alcanzar la “solución definitiva de los problemas filosóficos”. 
Pero lo que me llama poderosamente la atención es la absoluta convicción de Wittgenstein de las teorías del Tractatus, al igual que las consecuencias del mismo, escrito en el momento, lugar y contexto adecuados. Sólo desde una absoluta convicción personal se puede llegar a convencer a otros, pero el problema quizá es que la expresividad propia del ser humano no “encaja” bien dentro de un sistema lógico. Los sistemas pasan, pero los interrogantes permanecen.   






[1] Allan Janik y Stephen Toulmin. La Viena de Wittgenstein. Madrid,  Taurus, 1998, pag 20.
[2]  Pedro Gurrola Pérez. “La influencia de Ludwig Wittgenstein en el teatro contemporáneo”.  Universidad de Barcelona. Departamento de Historia del Arte. 2002.
[3] James Kenneth Wright. Schoenberg, Wittgenstein and the Vienna Circle: Epistemological Meta-Themes in Harmonic Theory Aesthetics, and Logical Positivism. McGill University. Montreal. 2001.

“VAGUEDAD”
No es fácil adentrarse en un artículo filosófico para intentar arrojar un pensamiento que pretenda ser sincero. “Vaguedad”, de Bertrand Russell no puede ser una reflexión personal, sino que estará encuadrada de modo coherente en el “cuerpo orgánico” de su pensamiento, que es lo que da sentido a cada idea del escrito. Pero si tuviera que elegir una frase para definir la intención del autor, para mí sería “El lenguaje y su problemática: voluntad de esclarecer la verdad”.
En esta frase más o menos acertada tendría sentido su preocupación por aclarar los problemas que el lenguaje haya podido ocasionar al aplicarse sus propiedades al mundo; así como una cierta crítica al Idealismo, al Empirismo y al Escepticismo; o la demostración de que la vaguedad no está reñida con la verdad.
Si “las cosas son lo que son”, tiene sentido decir que hay vaguedad en toda representación, pero no en los hechos mismos. Por ejemplo si un hombre está incubando una gripe, puede que haya gente que crea al observar su comportamiento, que este hombre está deprimido, o es un poco aburrido. Pero este conocimiento vago no afecta en nada al hecho mismo de los síntomas de la gripe, que se manifiestan en su comportamiento. Cualquier otra interpretación sería vaga, pues la vaguedad es una relación del conocimiento con el hecho, no una característica del hecho en sí.
Al mismo tiempo que “salvaguarda” la realidad, Russell defiende que toda proposición, palabra o concepto, son en cierta medida vagos en la práctica, porque conllevan el concepto de verdadero o falso. La razón es que estos dos conceptos sólo tienen un significado preciso cuando se emplean en símbolos precisos, pero éstos en la vida real no existen. Efectivamente el ser humano puede concebir un simbolismo preciso “celestial”, que aunque no se puede construir en la realidad, podemos aproximarnos gradualmente a ese ideal de precisión.   
A este respecto se me venía a la cabeza un ejemplo de música que puede ilustrar esta idea. Una partitura está llena de símbolos carentes de vida que expresan exactamente cómo son los sonidos contenidos en elle y cómo se interrelacionan entre sí. Y serán los músicos lo que interpretarán esos símbolos, a través de la vibración que sus instrumentos producen a través del tiempo y el espacio. Ahora bien, esos sonidos perfectos están condicionados no sólo por las personas que los interpretan, sino también por las imperfecciones propias que cada instrumento tiene. Así, por muy afinado que esté un instrumento, los sonidos puros no existen en el mundo real. Sin embargo, aunque se tengan en cuenta todas estas limitaciones, la posibilidad de perfección que posee la partitura de una obra es infinita. 



"Pavana para una infanta difunta" de Ravel. Por una de las leyendas del piano del s XX, el ruso Sviatoslav Richter. 
Cuando Ravel compuso su obra “Pavana para una infanta difunta”, al igual que todos los grandes compositores tenía en su cabeza una idea perfecta de cómo es y cómo suena. Por eso al comprobar con desagrado cómo la interpretaban con la orquesta algunos directores, dijo que la convertían en una “Pavana difunta para una Infanta”.
El ideal de perfección es propio de la naturaleza humana, lo que recuerda a la incansable búsqueda del hombre de la verdad y la perfección, a lo largo de la Filosofía, desde las Ideas platónicas, la especulación medieval, o el afán de poseer ideas claras y distintas de los Modernos. La búsqueda de la perfección es una condición inherente al ser humano, al igual que el inconformismo ante su propia limitación. ¿No ésta la razón del enorme avance humano en todas las disciplinas? No nos conformamos con la mediocridad o la imperfección, y cuando éstas pertenecen a la persona son  manifestaciones de una enfermedad, o un virus infinitamente peor que la gripe.  
Por otra parte, Russell afirma que la ciencia ha tratado siempre de sustituir las creencias vagas por creencias precisas, pero ello no quiere decir que el conocimiento vago sea falso. Es más, incluso este conocimiento puede venir corroborado por el testimonio de otros hechos que lo pueden verificar. Al igual que en el lenguaje, el cual aunque tiene un significado multívoco, ello no quiere decir que sea falso.
Ello me parece una conclusión lógica y verdadera, y profundizar en ello podría ayudar a evitar la perenne inquietud humana de poseer una perfección que no es en sí misma propiamente humana. O tal vez la necesidad de tener alguna “certeza”, o más bien seguridad donde apoyar los pies, una especie de “poyete” de las ideas, que justifiquen nuestro pensamiento y nuestra vida.


Hoy día se podría ver esta idea en el afán de que la tecnología resuelva todos los problemas humanos. Por ello no comparto con el autor de que “la física en sus formas modernas, suministra materiales para resolver todos los problemas filosóficos susceptibles de ser resueltos”. Aunque quizá en su época había muchos motivos para concebir tales posibilidades “libertadoras” de la física.
Resolver los problemas filosóficos es resolver problemas humanos, y no es esta una tarea que solo competa a la física, a un lenguaje lógico, o al simbolismo. Y para superar el escepticismo, que quizá hoy día sea más profundo, queda aún mucho camino por recorrer. 
PRAGMATISMOS Y RELATIVISMO. C. S. PEIRCE Y R. RORTY. JAIME NUBIOLA

La diferencia entre las personas “satisfechas” y las insatisfechas no tiene que ver con una gradación en el orden de consecución de objetivos personales, sino que una de las diferencias quizás está en que los primeros suelen oponerse a cualquier postura que vaya en contra de la suya, y los segundos, sin renunciar tampoco a sus opiniones, pretenden más bien integrar en una visión coherente posturas que no parecen compatibles.
Me gustaría poner algún ejemplo de cada uno, según lo que se desprende del artículo del profesor Nubiola, “Pragmatismos y relativismo. C.S. Peirce y R. Rorty”, quien presenta una explicación abierta y optimista ante la cerrada posición intelectual predominante que durante siglos ha situado la fundamentación ética en oposición al fundacionalismo cientista. En una crítica abierta a posturas escépticas, que suelen catalogar como estéril cualquier tradición filosófica que tenga alguna pretensión de verdad en lugar de “convertirse” en ciencia estricta. 


Dentro de estas últimas, la postura del filósofo estadounidense R. Rorty va mucho más allá al afirmar que las ciencias no presentan verdades objetivas sobre el mundo. Pues “lo que hacen los científicos es simplemente presentar teorías inconmensurables y eso constituye su conversación, del mismo modo que los géneros y producciones literarias sucesivas constituyen la conversación literaria”, o “¿en qué difiere el tener conocimiento del hacer poemas o del contar historias?”. No se puede negar que esta es una opinión con alta dosis de creatividad, pero lo más llamativo es encontrar un autor que despoje a la ciencia de la autoridad que le había sido concedida desde hace más de cuatro siglos y la humille bajándola del podio para no ser sustituida por otra cosa.
Aunque desde una visión muy diferente, me recuerda a un artículo que leí en el que se explica el porqué del gran avance de la ciencia: «Para conseguir esos resultados, es necesaria una fuerte dosis de creatividad. El método utilizado por la ciencia experimental es una clara manifestación de la capacidad del hombre para trascender lo inmediatamente dado». (…) «No es infrecuente que los temas que son tratados en el ámbito científico de modo riguroso y objetivo, vayan acompañados de especulaciones fantasiosas cuando se llega al nivel de la divulgación».[1]
Las afirmaciones de Rorty son efectivamente creativas, pero sería demasiado optimista creer que lo que criticaba era este tipo de ciencia especulativa y fantasiosa. Más bien parece haber firmado su acta de defunción como ciencia objetiva.
Del mismo modo, pretende “la disolución de la filosofía académica en las diversas formas de conversación de la humanidad, en el arte, la literatura, y demás”. Pero tendría que explicarnos qué significa exactamente este “demás” si no quiere que metamos en este mismo saco a todas las especialidades. Por otra parte, si la filosofía se ha caracterizado siempre por mantener una pugna constante por la verdad, más o menos encarnizada según los pensadores, finalmente y como quiso el joven Wittgenstein, ya “se han solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas”. De hecho no puede haberlos porque no hay filosofía.
Esta es la postura del pragmatismo revolucionario. Pero más que revolucionario, se podría decir del “pragmatismo fantástico”, en el doble sentido de la palabra. De hecho es fantástico decir que no se diferencia el conocimiento del contar historias. Esto podría significar dos cosas: o tiene a la literatura o la poesía en tan alta estima que las equipara al conocimiento científico, o bien la ciencia moderna ha dejado de ser para él una fuente de perplejidades. Tan fantástico es lo primero como lo segundo. Pero lo que sí está claro, es que Rorty se queda satisfecho, y que su postura es bastante cómoda, pues sólo se trata de “continuar la conversación de la humanidad”, y si alguien discrepa no hay problema, porque tu verdad será “lo que puedes defender frente a cualquiera que se presente”. Supongo que tampoco importa si ese cualquiera se trata de una persona real o un personaje de ficción...

Personalmente prefiero la postura de personas menos satisfechas, como C. Peirce, quien “aspiraba a una generalización de las leyes lógicas que rigen la investigación científica, la búsqueda de la verdad para aplicarlas a todas las áreas del saber, incluida la filosofía”. [2] O la del profesor Putnam, que “frente a las dicotomías simplistas entre hechos y valores, entre hechos y teorías, entre hechos e interpretaciones, defiende con vigor y persuasión la interpenetración de todas esas conceptualizaciones con nuestros objetivos y nuestras prácticas humanas”. Se trata de integrar por tanto las teorías, los valores y la vida.




Supongo que estas posturas, al igual que la de aquellos que defienden que no existe un camino único hacia la verdad, porque ésta puede ser abordada desde distintos caminos, es quizá una ardua tarea que requiere un espíritu emprendedor, desinteresado, y profundamente insatisfecho. Es insatisfecho no conformarse con borrar de un plumazo cualquier discusión acerca de la verdad, en tal caso habría que renunciar no ya a contar historias, sino a pensar. Esto me hace recordar una afirmación que se me quedó grabada de un profesor de armonía muy bueno en su materia que tuve hace muchos años: “Ante la muerte sólo hay dos opciones: o piensas en ella y te agobias, o simplemente no piensas en ella. Yo he elegido la segunda opción”.
Pues eso, los satisfechos radicales tendrán que sacar este tipo de conclusiones. Yo me quedo con los otros.





[1] Mariano Artigas. Los límites del lenguaje científico. Veinte claves para la nueva era. Rialp, 1992, pag 113.
[2] Conesa-Nubiola. “Filosofía del Lenguaje”. Ed. Herder. 2013.
¿HA PERDIDO LA FILOSOFÍA EL CONTACTO CON LA GENTE?
W. V. P. Quine (1979)

El título de este artículo podría ser tema de un fascinante debate filosófico o de una encuesta en la Universidad. En ese caso, mucho me temo que la Filosofia no saldría muy bien parada, tal como se ha degradado en los últimos tiempos el valor de las humanidades en la vida académica y en la vida pública.
A la pregunta "qué es esa cosa llamada filosofía", que denota ya un cierto escepticismo, Quine continúa con la opinión del profesor Adler, al que nombra en cuatro ocasiones. Adler considera que la filosofía, debido a los cambios que ha sufrido en las últimas décadas, "ya no se dirige al hombre corriente ni afronta problemas de amplio interés humano".

Efectivamente Mortimer Adler concibió un ambicioso proyecto de una serie de volúmenes en los que ofrecía una sistematización de los grandes libros y las grandes ideas de la tradición occidental. Y para llevar a cabo esta ideología armonista fundó La Academia Radical: "un foro abierto a la discusión que da la bienvenida a todos para debatir las cuestiones", pero que a la vez "se opone intelectualmente a algunos dogmas filosóficos, que en opinión de la Academia, cuando se aplican a los asuntos humanos corrientes contribuye a su manera al incremento de las tonterías filosóficas".[1] Algunos de estos dogmas filosóficos serían el "Escepticismo universal", el "Idealismo metafísico", el "Cientificismo", el "Politicismo", o el "Relativismo moral".
Ignoro si Quine comparte las mismas convicciones de Adler y su visión negativa de algunas tendencias filosóficas, pero pone de manifiesto la unidad y universalidad que a lo largo de la historia ha existido entre la filosofía y el avance científico, que respondía a la búsqueda de una concepción organizada de la realidad. Y ahora, si bien la filosofía científica se ha desarrollado como una ciencia seria tanto en la Lógica formal como en la naturaleza del Lenguaje, ello no implica apartarse de otras cuestiones más serias, pero que ahora deben ser abordadas de forma nueva y no desde nociones tradicionales.
Pero la filosofía lingüística, aunque no necesariamente interese al hombre corriente, corre el riesgo de ser una filosofía de aficionados por la falta de calidad y competencia profesional, aunque estén escritos inspiradamente. Y esto es lo que Quine critica. De hecho, afirma que los filósofos en sentido profesional no tienen idoneidad para escribir inspiradamente, lo que eras más propio de la novela.
Si bien Adler tenía una visión crítica del giro de la nueva filosofía y concretamente del cientificismo, Quine parece abogar por una filosofía de carácter profesional, que no tenga pretensión de consolar a nadie, y cuyo motor sea únicamente la curiosidad intelectual. Esto es lo que parece querer decir cuando afirma "Sophia sí, philosophia no necesariamente".

Pero este no deja de ser un final en cierto modo desilusionante para el lector, pues una vez reconocida la gran aportación de los grandes filósofos a lo largo de la historia y sus logros inconfundiblemente filosóficos, separar la filosofía de la sabiduría significaría claudicar ante la afirmación de que la filosofía ya no es capaz de "afrontar problemas de amplio interés humano". 
Sería entonces dejarla en manos de los "filósofos" chiflados, de tendencias frívolas.
Me parece más interesante transcribir una postura mucho más positiva, de Alejandro Llano, que parece aunar tanto el rigor filosófico que busca Quine, como las grandes ideas de la tradición occidental que pretende Adler.
"Por mi parte, he huido como del demonio de los intentos de separar la filosofía de la vida, es decir, de la realidad humana. Por eso me siento cada vez más lejos del academicismo filosófico, aunque valore y procure cultivar la seriedad de la investigación que se atiene al rigor académico". [2]
En suma, el hecho de que la filosofía esté en contacto con la gente no está reñido con la erudición ni con la investigación seria. Pero fundamentalmente el filósofo que tiene algo que decir debe compartirlo, y tendrá mayor fuerza su argumento en la medida en que ese algo sea verdadero. A este filósofo le traerá sin cuidado el éxito fácil o la especulación de los chiflados, porque en esta apertura generosa que se expande en el tiempo dejará una huella profunda en otros, y nunca se quedará solo.








Alejandro Llano. "Segunda Navegación". Ed Encuentro. Madrid 2010. Pág 75.